Si alguien te pidiera que cerraras los ojos, que te tomes unos segundos para respirar de manera más pausada e imagines un lugar, un ambiente, que te de sensación de gratitud y bienestar, ¿en dónde estaría ese lugar? ¿Cómo sería?
Seguramente allí se pueda ver el cielo, el sol y percibir los sonidos de la naturaleza. Pero por alguna razón, las personas suponen que todo eso queda lejos. No sabemos cuán lejos pero, con seguridad, lejos de donde se vive, lejos de donde pasan las cosas.
Esto nos conmueve porque, al final, la vida pasa ahí, donde la vivimos. Y esta sensación de lejanía, no tiene que ver tanto con una distancia geográfica y medible en kilómetros, sino con que a veces, la posibilidad de fusionar el ritmo que nos permite la vida en ciudad y la naturaleza, parece inaccesible.
Ese mismo compás con el que sostenemos la vida que llevamos, a veces, nos hace olvidar de otro ritmo, que tenemos dentro, que queda más silenciado. El pulso de lo vital, que tiene sus ciclos y sus procesos.
Es muy común, en estos tiempos, observar resultados sin tener en cuenta todo lo que tuvo que pasar antes. Parece que todo es tal cual como está ahora. Pero muchas pequeñas cosas suceden primero, para que suceda algo enorme después.
Antes de que podamos ver una flor o un árbol dar frutos, algo tuvo que pasar bajo la tierra. Algo tuvo que nutrirse de los ciclos, del agua, del aire, del sol.
Si nos disponemos a contemplar otros ritmos, como los de la naturaleza, podemos recuperar algo que sabemos: hay otras formas posibles de vivir.