Camino de tierra. El sonido de las zuelas de los zapatos haciendo fricción contra las piedritas del suelo. El aire en la cara, impregnado de aromas penetrantes que, cuando están adheridos al disfrute, alteran su connotación. La vida animal enhebrada a lo humano.
Las voces difuminadas por el viento y el cielo abierto. Una sensación de que la vida puede ser, acaso, esto. Estar despojados del tiempo.
Llegar a Puesto Viejo nos puso en contacto con un modo de ser en el mundo que se conecta con nuestras raíces. Estábamos buscando eso. Volver. Volver a esos lugares que habitamos cuando éramos chicos. Volver a ese tiempo que transcurre sin que lo estemos midiendo. Sentirnos invitados a ser parte de algo más grande que nuestra singular existencia.
Un mundo que nos antecede y que, si no lo rompemos todo, perdurará más allá de nosotros. Como la gente que amamos. Que permanece más allá del tiempo, en nuestros recuerdos, en algún aroma, en cierta música. En lo que amaban hacer y nos queda como tesoro.
Somos más allá del tiempo y Puesto Viejo nos devuelve eso. La vida afuera, con aire equino. Disponibles a la naturaleza. Casi pidiéndole permiso.
Nos devuelve el encuentro liviano con quienes compartimos un momento. Con quienes refundamos la vida, en otra etapa. Como una nueva oportunidad.
Puesto Viejo está construido desde las nuevas oportunidades. De la vida y de las cosas. Por eso los objetos que lo habitan tienen historia y volvemos a darles valor. Una nueva oportunidad en la que la arquitectura se funde con el entorno y retomamos los colores de la tierra para que, algo tan esencial, como el pasto y el cielo, sigan siendo los protagonistas. Un acto humano, donde la eficiencia y el diseño se disponen a entender el ambiente y a perturbarlo lo menos posible. Porque, sabemos, estamos de paso. Y no estamos seguros qué recuerdos dejaremos a los nuestros, pero no hay duda que podemos elegir cuáles serán nuestras huellas.